| Reseña |
La obra de Kertész se ajusta doblemente a su vida: a lo que vio y a lo que vivió. Es como un reflejo, puesto que el fotógrafo tenía tal adhesión al mundo visual, que cada una de sus tomas estuvo enriquecida por sus sensaciones y sus emociones. Es una obra sincera, fiel y profunda, al punto de que toda fotografía parece ser el doble perfecto de la presencia tangible de su autor, tan perfecto que uno tiende a confundir lo real y lo ficticio. El hombre fotográfico está íntegro en su negativo, éste se convierte tanto en una toma (una muestra, un extracto) como en una proyección de sí mismo. Maestro de un gran número de fotógrafos, André Kertész es una figura mayor en la historia de la fotografía. No es solo el acto de ver uno de sus grandes aportes, es la producción de una imagen a partir del cotidiano, es la capacidad de crear una fotografía potente a partir de la simpleza de medios, una imagen atractiva, como tantas que llevan su firma, producidas a lo largo de más de 60 años de trabajo creativo. Un artista trascendente logra producir fotografías que informan, vale decir, imágenes que agregan sentidos, posibilidades, nuevas interpretaciones, variaciones relevantes al canon de representación establecido en una época determinada, ampliaciones al “programa” –en palabras de Flusser– que la industria y la sociedad han determinado como frontera y espacio para una determinada forma de representación artística.
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